DDHH. El secreto mejor guardado por los represores del Ejército Argentino.
El lunes 11 de enero, ante el Tribunal Oral Federal Nº 2 de San Martín, un ex conscripto dio testimonio indubitable sobre los llamados “vuelos de la muerte”, una de las páginas más horrendas de la dictadura.
Por Ricardo Ragendorfer
En 1991, el teniente coronel Eduardo Scilingo ya había declarado que “los cuerpos eran envueltos con nylon y se los preparaba para ser arrojados al Río de la Plata desde los aviones”.
Pese a la luminosidad del 16 de diciembre de 2020, los fuselajes descoloridos e incompletos de aquellos aviones militares (tres Fiat G-222 y un Twin Otter), fondeados desde quién sabe cuándo en los pastizales que rodean la pista sin uso del Batallón 601 de Aviación, en Campo de Mayo, le conferían al lugar un toque fantasmagórico.
Tal impresión era compartida por las personas que ese día efectuaban allí una inspección ocular. Eran jueces, fiscales, abogados y testigos. Entre ellos, el ex soldado conscripto Pedro Trejo.
Allí mismo, hacía casi cuatro décadas y media, un suboficial le dijo:
– ¿Sabe lo que llevan esos camiones?
Se refería a dos Mercedes Benz-Unimog que avanzaban a lo lejos. Y sin aguardar la respuesta, completó:
– Fiambres. Muertos de la subversión.
Una leve inexactitud de su parte: algunas víctimas estaban aún con vida, pero dopadas. En cambio, fue muy preciso al narrar a continuación el resto del procedimiento, ya a bordo de los aviones con capacidad de abrir en el aire sus puertas y escotillas.
Trejo reconstruyó tal relato en la audiencia efectuada –por vía remota– el pasado lunes 11 ante el Tribunal Oral Federal (TOF) Nº 2 de San Martín, en el juicio por los vuelos de la muerte desde Campo de Mayo al Río de la Plata y la Costa Atlántica, durante la última dictadura.
Tal proceso comenzó en octubre del año pasado y el lote de acusados lo encabeza el otrora poderoso cabecilla de Institutos Militares, general Santiago Omar Riveros, seguido por quien fuera el comandante de dicha unidad aérea, teniente coronel Luis del Valle Arce; el segundo comandante, teniente coronel Delcis Malacalza; el oficial de Personal, capitán Horacio Alberto Conditi, y el oficial de Operaciones, capitán Eduardo Lance.
OTROS VUELOS TRÁGICOS
En paralelo, la Justicia acaba de iniciar una causa sobre los vuelos de la muerte del Ejército en la zona de Villa Parancito, del delta entrerriano, donde fueron arrojados cientos de cuerpos con y sin vida. La instrucción está a cargo de la fiscal federal del Concepción del Uruguay, Josefina Mignatta, en base a una denuncia presentada por el periodista local, Fabián Mignotta, quien volcó su pesquisa al respecto en el libro “El lugar perfecto”, publicado en 2012.
Lo cierto es que hasta entonces los represores del Ejército insistían con su ajenidad a semejante metodología, favorecidos por la falta de testimonios y pruebas que indicaran lo contrario. De hecho, el mismísimo teniente general Jorge Rafael Videla, en la entrevista que le hiciera Ceferino Reato para el libro “Deposición final” (también publicado en 2012), atribuía el asunto, sin que se le moviera un sólo músculo del rostro, exclusivamente a la Armada.
Poco después, una increíble maniobra del azar –la aparición de un viejo legajo administrativo del Ejército– hizo que tal argumento de desplomara.
Pero vayamos por partes.
En octubre de 1975 se efectuaba en Uruguay la XI Conferencia de los Ejércitos Americanos, cuyo tema era “la infiltración marxista en la región”. Allí Videla abrió su ponencia con una frase filosa: “Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país”.
Aquel hombre sabía de lo que hablaba.
Luego, mientras volvía a Buenos Aires en un pequeño avión militar, tal vez escrutara el horizonte del Río de la Plata, en cuyas aguas comenzarían a ser arrojadas sus víctimas. Quizás también creyera que la profundidad de su lecho estaba a la altura del escalofriante secreto que debía guardar.
En aquel mismo momento, el espacioso cine de la base naval de Puerto Belgrano estaba colmado por oficiales de la Armada. Entre ellos, su máximo jerarca, Emilio Massera, Erguido en una tarima, de espaldas a la pantalla, el contralmirante Luis Mendía apeló a una frase seca para anunciar el comienzo de las operaciones antisubversivas: “En esta lucha, señores, el enemigo no está contemplado en los organigramas clásicos”. Y agregó: “Los prisioneros irán a volar; pero algunos no llegarán a destino”. Al final, con un dejo piadoso, dijo: “Se ha consultado a las más altas autoridades eclesiásticas; ellas están muy de acuerdo con que es un modo cristiano de morir”.
Este capítulo en particular concluyó (parcialmente) a mediados de 2017, con las condenas que recibieron algunos pilotos navales en la llamada causa ESMA III. Ese juicio duró cinco años. Y fue la primera vez que se probaban judicialmente los vuelos de la muerte.
Claro que ello hubiera sido más difícil sin la confesión, en 1995, del ex piloto naval Adolfo Scilingo al periodista Horacio Verbitsky. O sin la alegre sobremesa del ex teniente de la Armada, Julio Alberto Poch, cuando, en 2009, supo jactarse de sus hazañas homicidas en los aviones de la Armada, ante sus entonces colegas de la aerolínea holandesa Transavia, en la cual trabajaba.
STIGLIANO, UN TESTIMONIO DESDE EL RIÑÓN DEL EJÉRCITO
Pero lo que dejó a la intemperie los vuelos de la muerte del Ejército fue una circunstancia aún más estrambótica: las confesiones, en 1991, del teniente coronel Eduardo Stigliano, cuando tramitaba una pensión militar por “neurosis de guerra”. Al fundamentar tal solicitud, concibió uno de los documentos más estremecedores del terrorismo de Estado.
En este punto hay que aclarar que el pacto de silencio entre represores y la destrucción de los archivos sobre la llamada “lucha antisubversiva” propició que la reconstrucción del esquema operativo y la identidad de sus hacedores dependieran del testimonio de sobrevivientes. Pero hubo excepciones.
Desde 2009, la desclasificación y el análisis de legajos del personal de las Fuerzas Armadas y policiales –por parte de equipos del Archivo Nacional de la Memoria (ANM) y la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia– abrieron el acceso a nuevos nombres y datos sobre el genocidio, en espacial al evaluarse las condecoraciones por “actos de servicio” y también los reclamos administrativos por traumas mentales y enfermedades “de guerra”.
Al respecto resalta el de Stigliano, descubierto 22 años después de haber sido acuñados. Tal expediente está ahora incorporado a la Causa Nº 3012 –a cargo de la jueza federal de San Martín, Amelia Vence, acerca de los crímenes cometidos en jurisdicción del Comando de Institutos Militares, con asiento en Campo de Mayo.
Las ya amarillentas hojas presentadas por él en 1991 ante la Dirección de Personal del Estado Mayor General del Ejército (EMGE) –y a los cuales Télam tuvo acceso– constituyen un documento de enorme valor histórico y judicial. Allí se autoincrimina en asesinatos. Confiesa su papel en secuestros y admite las ejecuciones callejeras de los jefes montoneros Horacio Mendizabal y Armando Croatto. Stigliano revela las visitas del general Leopoldo Fortunato Galtieri a los campos de exterminio. Admite fusilamientos ante la presencia de jerarcas militares del área. Desnuda la estructura de inteligencia que actuaba en Campo de Mayo. Y detalla los vuelos de la muerte.
Su relato sobre este tema es sobrecogedor: “Se me ordenaba matar a los subversivos prisioneros a través de médicos a mis órdenes, con inyecciones de la droga Ketalar. Los cuerpos eran envueltos con nylon y se los preparaba para ser arrojados al Río de la Plata desde los aviones Fiat G-222 o helicópteros que salían en vuelos nocturnos del Batallón de Aviación 601″.
En términos contables, se atribuye 53 crímenes con esta metodología. Asimismo aclaró haber tomado la precaución de dejar en una escribanía de la ciudad de Paraná –donde residió sus últimos años– la lista de víctimas y las matrículas de los aviones utilizados, junto a los nombres y jerarquías de la tripulación.
Lejos de tener los reclamos del teniente coronel una acogida favorable, sus superiores informaron que él “pretendía generar daños a la institución”.
Eduardo Stigliano falleció en 1993. Ahora sus papeles también obran en poder del TOF Nº 2. Y constituyen una prueba irrefutable en el juicio por los vuelos de la muerte, nada menos que el secreto mejor guardado por los represores del Ejército.