Editorial. El Fiscal Javier Baños o la Ejemplaridad en la Justicia Argentina.
Por Alejo Brignole
La reciente renuncia del fiscal Javier Baños en el departamento judicial de Morón pudo haber sido una simple instancia administrativa. Un intrascendente acto burocrático de los tantos que se realizan a diario en esa abstracción corporativa denominada Justicia argentina. Sin embargo, la renuncia de este fiscal de 47 años, académico penalista, estudioso del derecho y autor de una prolífica obra de doctrina jurídica, resultó un parteaguas dentro del ámbito judicial que trascendió largamente las fronteras de la justicia provincial y se instaló como un caso testigo sobre las grietas –cada vez más visibles y peligrosas– que exhiben el deterioro del edificio judicial de nuestro país, pendiente de una reforma profunda, radical y benefactora de todas sus instituciones.
El fiscal Baños se fue, no ofuscado ni maldiciendo. No se apartó con despecho de una vocación que abrazó durante 15 años en el cargo y 25 dentro de la Justicia. Baños se fue, simplemente, como quien se aleja de una marea negra que busca las pisadas para contaminarlas y enlodarlas para siempre. Dicen que Baños amó demasiado su lugar de administrador de la ley como para permitir que esas aguas turbias le mancharan los pasos.
La sociedad en su conjunto ya sabe o imagina que ese tipo de comportamientos son infrecuentes. Rarezas que marcan una frontera ética y una escala de valores entre aquellos que se acomodan y los que eligen salirse de las aceras poco transitables. Javier Baños resultó ser un funcionario atípico a lo largo de su carrera, por cuanto ha puesto siempre delante de sus expedientes y de sus firmas, una visión personal rígidamente ajustada a los parámetros esenciales de la cosa justa. Los que le conocen saben que es un hombre de profundas convicciones cristianas, pero lejos de ser un católico reaccionario y a pesar de ser ortodoxo en la doctrina, es un verdadero progresista en la praxis: su década y media como fiscal ha estado marcada por una profunda preocupación por aquellos que el sistema castiga, penaliza y margina. Siempre poniendo distancia higiénica de los actos incompatibles que parte del sistema judicial suele producir dentro de su normalidad. Sistema al que Baños pertenece con orgullo, según sus propias palabras. Un orgullo que fue construido con críticas claras –siempre constructivas– que Baños quiso destinar al fortalecimiento de ese agrietado edificio Judicial al que aún pertenece, al momento de escribirse esta nota, a la espera de que su renuncia sea finalmente efectivizada por las instancias competentes.
En septiembre de 2018 el fiscal Baños imputó al intendente de Morón, Ramiro Tagliaferro, junto a los concejales del bloque de Cambiemos por haber retirado de forma irregular el busto del Néstor Kirchner, situado frente al palacio municipal. Fue entonces que todo pareció precipitarse, pues sectores del Poder Judicial vinculados al macrismo, –e incluso a la última dictadura que aún sobreviven en las sombras de la Justicia argentina– pusieron en marcha una serie de represalias sórdidas, atizadas por todo aquello que la Justicia no debe tener: sectarismos políticos, connivencia con los otros poderes del Estado y afanes demoledores contra colegas que muestran otra ética posible. Sus vínculos con el juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y algunos profesores que marcaron la resistencia durante los cuatro años de macrismo, lo convirtieron de golpe en blanco de una guerra judicial, de un verdadero lawfare intestino. Todos sabemos, y estos episodios lo confirmaron, que existen fragmentos focales de nuestra Justicia argentina que tienen morfologías de cáncer con metástasis. Por supuesto la carrera judicial de Javier Ignacio Baños no debería culminar con esta renuncia, sino entrar en un paréntesis hasta que sea convocado para algún tribunal superior de la provincia o del país, –o al menos eso tendría que ocurrir en un sistema sano liberado de pólipos y tumores– pues la teoría señala que las altas magistraturas deben –o deberían– reservarse para los más preparados.
Si se revisan los archivos curriculares de este fiscal que eligió irse, hallaremos que fue ganador de múltiples concursos en el ámbito del poder judicial de la Provincia y Nación y sobre más de cien inscriptos fue el único que aprobó en primera ronda los dos exámenes escritos para acceder al cargo más importante que se concursa en los ámbitos del poder judicial: Defensor General de la Nación, que tiene rango de juez del más alto tribunal federal. Durante sus veinte años de ejercicio judicial rindió innumerables exámenes en el Consejo de Provincia, siempre con aprobados meritorios, y fue nueve veces ternado para cargos de todas las instancias.
Como académico, funge como corrector de los exámenes de los aspirantes a cargos de juez y camarista federal en el Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Nación y ha sido incluso jurado de algún juez de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires. Quienes conocen al fiscal Baños, dicen que nunca le pesaron sus antecedentes personales, ni sus veinte libros publicados o las múltiples titularidades de las cátedras ganadas por concurso público en varias universidades, maestrías y doctorados. Tampoco le afectaron los murmullos en los pasillos judiciales que lo señalaban como candidato maldito a diversos cargos judiciales durante casi 30 años.
A Baños lo que comenzó a pesarle fue la herencia autoritaria, inamovida desde la última dictadura, que luego emergió como setas tras un día de lluvia entre los sectores cercanos al macrismo. Se le hizo insoportable que el Fiscal General de Morón, Federico Nievas Woodgate –hoy apartado de sus funciones por delitos de lesa humanidad– tomara represalias contra sus competencias, desafectándolo de facto de muchas de sus atribuciones y desmantelando las unidades de investigación y juicio en las que se desempeñó (ocho veces lo mudaron de oficina, en forma arbitraria e irregular). En los pasillos de tribunales saben que estos incidentes fueron parte de una venganza articulada por el intendente Tagliaferro, cuyas cuentas han demostrado que se desempeñó de forma corrupta y malversadora.
Quizás también haya pesado para la ética personal de Baños que un acusado de violaciones a los DD.HH como Nieva Woodgate tuviera el poder residual de transferirlo ilegalmente a una dependencia judicial, prácticamente sin competencias reales para investigar a los verdaderos crímenes y haber sido condenado, en síntesis, a las catacumbas de la justicia moronense para que ya no moleste a la corporación judicial o a los poderes que esta defiende.
Sobre Javier Baños, Eugenio Zaffaroni, el más grande jurista argentino de fama mundial señaló: “que un fiscal y académico como Baños deba renunciar resulta una pérdida casi irreparable para la Justicia argentina y en especial para el Departamento Judicial de Morón. Con estas restas se produce una selección inversa que deterioran al aparato judicial”.
Sin embargo, Baños, que parece inmune a las pompas y se muestra poco conciliador con los desvíos y las mareas negras, hizo lo que el latino Lucio Anneo Séneca le recomendaba a sus discípulos hace dos mil años: “el que no quiera vivir sino entre justos, que viva en el desierto”. Por eso la provincia pierde quizá a uno de sus mejores funcionarios. Se fue un verdadero fiscal, y se fue por la puerta grande: sin pedidos de juicio político ni denuncias de corrupción en su contra, como sucede con la casi totalidad de los magistrados que abandonan sus cargos antes de jubilarse. Baños, en cambio, se va con una querella que lleva su firma y que posee un enorme valor democrático: denunciando por múltiples delitos a uno de los más nefastos presidentes argentinos en los últimos 40 años. Sitial infame que Mauricio Macri comparte con Carlos Menem en la entrega nacional y corrupción sistémica.
La ejemplar renuncia del fiscal Javier Ignacio Baños es una muestra de que otra justicia es posible y otro país probable. Lo demás es solo voluntad política y puro ejercicio de la ética.